Con este título se ha publicado hoy día 21 de noviembre un artículo en EL PAÍS SEMANAL sobre Melilla de Jesús Rodríguez y fotos de Alfredo Cáliz. Reproduzco el artículo en su totalidad, para aquellos que no han podido leerlo y además porque nos reproduce una situación vivida en Melilla hace 25 años.
Media mañana en la avenida de Juan Carlos I de Melilla.
El corazón comercial de la ciudad y el escenario de sus
grandes acontecimientos.- ALFREDO CÁLIZ
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Hace 25 años, Melilla
estuvo a punto de explotar. El 23 de noviembre de 1985, miles de musulmanes
melillenses se echaron a la calle exigiendo derechos civiles y la nacionalidad
española. Eran los parias en una ciudad nacida del colonialismo. Hoy, este
territorio español clavado por el azar de la historia en África sigue siendo
para algunos un polvorín. Sin embargo, es también un ejemplo de convivencia
entre dos comunidades muy diferentes, la cristiana y la musulmana, destinadas a
vivir juntas.
Melilla tiene 513 años
pero nació hace 25. El 23 de noviembre de 1985, miles de musulmanes se echaron
a la calles exigiendo derechos civiles. Por primera vez en la historia. Querían
ser españoles. Ese día, Melilla dejó de ser un cuartel con calles. En ese
espacio se comenzó a construir un proyecto de convivencia. Donde, en teoría,
nunca más habría ciudadanos de segunda; donde musulmanes y cristianos serían
iguales ante la ley y estarían obligados a coexistir en paz. Entre todos
tendrían que crear una sociedad multicultural. La alternativa era el caos. Hoy
los melillenses lo tienen claro. Pero en noviembre de 1985, esta ciudad
española clavada en África estuvo a punto de explotar. El Gobierno se veía
desbordado. La policía heredada del franquismo, alerta. Las unidades de
ejército, preparadas. En los barrios musulmanes, en la Cañada de la Muerte, los
jóvenes exigían pasar a la acción. En los cafés de la antigua avenida del
Generalísimo, algunos cristianos planeaban su particular limpieza étnica
enarbolando la bandera nacional. Los pesimistas auguraban un baño de sangre. El
asimétrico reparto de papeles entre moros y cristianos heredado del
colonialismo no daba más de sí. Había que derribarlo. Dar la nacionalidad a los
musulmanes. Y empezar de cero. Se logró. Sin muertos. Hoy Melilla es otra. Un
embrión de convivencia entre dos comunidades muy diferentes. Sin posibilidad de
marcha atrás.
FOTOS: ALFREDO CÁLIZ |
El respeto y la
aceptación del otro es la condición imprescindible para la supervivencia de
esta ciudad donde la mitad de sus 75.000 habitantes son de origen hispano, y la
otra mitad, rifeño. A los que se suma una mínima población hebrea. Y en donde
por un simple cálculo demográfico (las mujeres musulmanas tienen de media un
hijo más que las cristianas), en poco tiempo, los antiguos siervos serán
mayoría. Y gobernarán. Ya sea desde el partido musulmán (Coalición por Melilla)
o desde el Partido Popular, cuyo jefe de filas, el actual presidente de la
ciudad autónoma, Juan José Imbroda, afirma que un tercio de sus votos ya
procede del caladero musulmán y cuyo número dos, Abdelmalik el Barkani, es un
médico de origen rifeño. Un 60% de los melillenses en edad escolar ya son
musulmanes. Y un tercio de los soldados de la guarnición. Y en torno al 10% de
los miembros de los cuerpos de seguridad del Estado. La ciudad tiene a la vista
un horizonte social inédito. Que unos (los cristianos) temen y otros (los
musulmanes) no parecen preparados para gestionar. Que todos prevén, pero al que
nadie parece capaz de enfrentarse. Esta es la tierra del eufemismo. Al
contrabando se le llama comercio atípico,
y a Marruecos, el país vecino. En Melilla tienen que aprender a llamar por fin
a las cosas por su nombre. Los
melillenses tienen una ventaja para afrontar el futuro: ya son todos españoles.
De izquierda a derecha, Roberto, militar, de 24 años; Jorge Juan, estudiante, de 20 años, y Yusef Mimoun, de 18, futuro soldado.- ALFREDO CÁLIZ |
Iguales ante la ley.
Lleven corbata, minifalda, velo o tarbús (el clásico gorro rifeño). Celebraron
juntos el triunfo de España en el Mundial de fútbol. Aclamaron a los Reyes
cuando les visitaron en 2007 (32 años después de acceder al trono). Y coinciden
cada 5 de diciembre en la cabalgata de reyes. Todos tienen derechos
constitucionales. Algo que hace 25 años parecía una entelequia. Aunque los
recalcitrantes sigan viendo al moro de Melilla como un quintacolumnista dispuesto
a abrir las puertas de la fortaleza al avieso marroquí. Se equivocan. Son
rifeños y españoles. Aunque recen en dirección a la Meca y hablen en casa
tamazight. Como le gusta repetir a Yonaida Selam, infatigable activista
musulmana por los derechos humanos, quizá
robando la cita a Manuel Céspedes, aquel duro comisario de policía rojo, bajito
y atildado que puso las bases de la paz en la
ciudad a mediados de los ochenta como delegado del Gobierno con plenos poderes
de Felipe González: “En el futuro serán los musulmanes españoles los que
defenderán la españolidad de Melilla”. Céspedes explica ese razonamiento: “Los
musulmanes en Melilla van a ser mayoría y no va a pasar nada; en Gibraltar, el
90% de los habitantes son llanitos.
Han nacido en la Roca. No tienen apellido inglés. Y ¿cuántos quieren ser
españoles? Ni uno. En Melilla pasa lo mismo. Los musulmanes son españoles. Y
mientras el nivel económico y de derechos y libertades de España supere al de
Marruecos, ningún musulmán melillense querrá ser marroquí”.
Mustafá Ahmed Aarrass, sepulturero, con su mujer y una hija de los 11 que tiene. - ALFREDO CÁLIZ |
Desde el ajado parador
de turismo que domina la ciudad se contempla al amanecer una Melilla fantasmal.
Es una población silenciosa; inerte a ratos. Rara vez pasa algo. “El otro día
robaron un banco a mano armada y los cogimos a los 15 minutos”, sentencia el
comandante de la Guardia Civil. “Hay fundamentalismo islámico, pero no es
peligroso”, afirma la policía. Esta mañana, la playa está desierta y el puerto
muestra su habitual apatía. Desaparecieron hace años del muelle los pescadores.
Y en las afueras uno se topa con soldados de maniobras. Con las primeras lu ces
del día, en el paso
fronterizo del Barrio
Chino miles de marroquíes aguardan en una explanada sucia como un basurero que
los aduaneros abran la frontera para cruzar sus fardos de mísero contrabando
adquirido en Melilla. La mayoría son mujeres de mediana edad. Si el día se da
bien, conseguirán 10 euros. Una cae por un terraplén vencida por un enorme
bulto. Se rompe el brazo. Nadie mueve un dedo. Se avecina una estampida. Una
docena de guardias intentan poner orden. Se ven superados. Es un momento de
tensión. Tiran de porra. “Solo entienden el palo”.
Hay barrios color arena
trazados con tiralíneas con el aroma a ensanche de cualquier ciudad peninsular.
Y otros retrepados en las colinas con el endiablado urbanismo de una kasba
rifeña creciendo en vertical y horizontal sin orden ni concierto. Se divisa un
laberinto de calles en las que no queda un metro sin edificar. Melilla es la
ciudad española con mayor densidad de habitantes. 6.000 por kilómetro cuadrado.
No queda un metro libre. Se vive codo con codo con el vecino. Que en muchos
barrios es de otra religión. Siempre ha sido así. En los barrios más humildes,
los niños cristianos y musulmanes corretearon juntos tras el balón durante
décadas. Sin embargo, algo invisible los separaba. También entre los pobres
había clases. Lo explica el comisario Céspedes: “Los pobres cristianos eran
nuestros pobres, pero los musulmanes eran más pobres que nuestros pobres y se
les trataba como lo último. No les llegaba ni la beneficencia”. Juntos, pero no
revueltos. Es la metáfora de esta ciudad. Donde los matrimonios mixtos se dan
con cuentagotas.
Melilla es un pueblo.
Todos se conocen; todo se sabe. El forastero enseguida es descubierto. En
cuanto vaga tres veces por la plaza de España. Todos saben con quién ha estado.
Es aún peor en los barrios de mayoría rifeña. Moverse sin compañía por la
Cañada de la Muerte es delicado. La desconfianza es el deporte local en
Melilla. Herencia de sus tiempos de aislamiento. Cuando no había avión y se
suspendía el tráfico marítimo por los temporales dejando a la ciudad solo
comunicada con el exterior por el inestable cordón umbilical de la frontera. De
allí llegan a diario la fruta, la verdura y el pescado fresco a mitad de precio
de los que desembarcan de la Península. Y allí se venden cada año mercancías
atípicas por 500 millones de euros. Son los que engrasan la economía de la
ciudad.
Siempre alguien sigue
tus pasos en Melilla. Si te detienes ante la valla que la separa de Marruecos,
corres el riesgo de que dos hercúleos policías ataviados de poligoneros te
pidan la documentación, abronquen y exijan que circules. “Aquí no se puede
estar”. Si estás observando cómo las porteadoras marroquíes se matan
arrastrando sus bultos a través de la frontera del Barrio Chino, te puedes encontrar con la
sorpresa de que dos policías marroquíes de paisano te exijan que te
identifiques: “Están dando una mala imagen de nuestro país”. Si fotografías a
un grupo de legionarios empapados de sudor corriendo por los pinares de
Rostrogordo, un mando se puede acercar desafiante e interrogarte sobre el
propósito de esas fotos. Si preguntas demasiado en el entorno de la mezquita
durante el rezo del viernes, puedes buscarte un problema. Regla número uno en
Melilla: la gente es muy susceptible. Y no se muerde la lengua. “Usted no tiene
ni puta idea de lo que es el islam”, me espeta un militante musulmán. Sopla el
levante.
La calle es rifeña.
Pañuelos y chilabas. Se habla de una población flotante de 30.000 marroquíes
que entran a diario a buscarse la vida: desde el servicio doméstico hasta el
comercio, la construcción o el trapicheo. La ciudad a veces recuerda a la
Andalucía más costumbrista y otras te sumerge en las callejas del Magreb con
sus chavales en paro fumando porros en las esquinas soleadas. Se alterna el
cuscús y el té con hierbabuena con las cañas y el pescadito. Ramadán y los
pasos de Semana Santa. La plaza de toros y 17 mezquitas. Por fin se ha logrado
que sea declarada fiesta local la Pascua del Borrego, el Aid el Kebir, la fecha
más señalada para los musulmanes. Al mismo tiempo, uno puede toparse con
escenas de aroma colonial como la del comandante general de la plaza paseando
despreocupadamente a su perro por el céntrico parque
Hernández ataviado con una elegante chaqueta cruzada azul marino y acompañado
por un ayudante de uniforme tocado con un mostacho decimonónico.
Muchos dicen que esta
ciudad es un polvorín. Tampoco se le puede quitar el mérito de ser un
laboratorio de convivencia. Un punto de encuentro entre dos comunidades
dispares. Irreconciliables en muchos rincones del planeta. El éxito de la
integración en Melilla podría marcar el camino a una Europa enfrentada al reto
de la multiculturalidad. Y un presidente estadounidense, Barack Obama, guiñando
el ojo al islam en Ankara, Indonesia y El Cairo. En Melilla se coexiste más que
se convive. Pero en paz. No es Beirut. Ni la periferia de París. Ni tienen la
extrema derecha de Holanda. Y tal como están las cosas, ya es bastante.
Este complejo paisaje
humano está encerrado en un territorio que revienta por sus costuras; carente
de fábricas, turismo, pesca y agricultura. Sin agua ni materias primas. A más
de 200 kilómetros de la Península. Esta ciudad fue hasta 1995 una comarca de
Málaga. Fuertemente subvencionada. Con el mayor porcentaje de funcionarios: uno
de cada siete habitantes. Los empleos públicos suponen la mitad de la oferta
laboral. Raramente acceden a ellos los musulmanes. Es la primera discriminación
de la que se quejan. Un 80% del paro juvenil afecta a la población musulmana.
La cifra de fracaso escolar de esta comunidad es similar. A partir de ahí, los
jóvenes rifeños son carne de cañón para el narcotráfico y el extremismo
islámico. El ejército es su salida. 1.300 euros al mes y vacaciones. Y desde
ahí a la policía o la Guardia Civil.
Por si fuera poco, sobre
los moradores de Melilla pende constantemente la reivindicación de Marruecos
sobre su territorio. Cualquier rumor, crisis en el Ejecutivo de Madrid o cambio
en la política de Marruecos, les pone los pelos de punta. Todo les afecta.
Desde el contencioso del Sáhara hasta la inmigración
ilegal. Del contrabando de droga al desarme arancelario de Marruecos con la
Unión Europea. De la situación en Argelia al contencioso de Gibraltar. De ahí
su arraigado victimismo. Los melillenses se sienten maltratados. Unos, por la
supuesta cobardía del Gobierno de Rodríguez Zapatero ante las pretensiones
territoriales de Marruecos. Otros, los musulmanes, por ser aún ciudadanos de
segunda a causa de su religión. El sentímiento de agravio de todos sus
habitantes es perenne.
Y no es fácil de
resolver. Melilla es una ciudad-frontera que separa dos mundos. A España, de
Marruecos; al país que ocupa el número12 del mundo en riqueza, con el 117. Y
también a Europa de África. A la miseria, del paraíso. Las esperanzas de miles
de sub-saharianos se estrellan en la valla de 12 kilómetros que rodea la
ciudad: una obra de arte de ingeniería represora que deja en mantillas al muro
de Berlín. La valla de Melilla es un costurón, una cicatriz metálica que
convierte este territorio en una jaula. La encuentras aunque no la busques. El
oficial de la Guardia Civil a cargo de su custodia nos la muestra con fría
profesionalidad: “Son tres vallas; la que da a Marruecos tiene seis metros de
altura; su parte superior es abatible y se vence cuando te agarras; si logras
atravesarla, te encuentras con la sirga tridimensional, un laberinto de cables
que se levantan y hunden con tu peso hasta que te quedas atrapado como en una
telaraña; luego hay otra valla intermedia de tres metros abatible. Y una última
de cuatro metros y medio. Está toda sensorizada y cuando la tocas, saltan las
alarmas y los sistemas de seguridad”.
– Tiene que ser imposible cruzarla…
– No crea. Si no vigiláramos, la pasarían con la facilidad
con que se suben a un cocotero en su país. Ya no es noticia, pero muchos
subsaharianos intentan pasarla a diario. Si en Marruecos el Ejército hace bien
su trabajo, estamos en mínimos. Pero si no, cruzan. No se puede parar al
hambre.
Un grupo de jóvenes hace 'break dance' en el centro de Melilla, una ciudad donde escasean los movimientos culturales.- ALFREDO CÁLIZ |
En esta Melilla nacida
en 1985 hay mucho por hacer. Primero, olvidar el pasado. A continuación,
manejar ese difícil presente, y luego, definir un proyecto colectivo de futuro.
Que en estos momentos pasa por la interacción con Marruecos. “Tenemos que crear
un territorio de prosperidad compartida”, define el vicepresidente de la CEOE,
Hamed Maanan Benaisa. Los empresarios melillenses saben que ya no pueden vivir
de espaldas al territorio junto al que el azar los ha colocado. Y más aún cuando
esa provincia marroquí (y su capital, Nador) se está despertando tras décadas
de abandono. Y recibe importantes inversiones estatales en equipamiento
turístico e infraestructuras. Tiene nuevo puerto y un aeropuerto y espera el
primer tren de alta velocidad de Marruecos. Mientras, Melilla afronta la
decadencia de una vieja dama colonial. En Melilla han aprendido en estos 25
años que sin Marruecos no van a ningún lado. Lo confirma Hamed Maanan Benaisa:
“Esta ciudad tiene que ofrecer al país vecino servicios de calidad; sanitarios,
financieros, de franquicias, hostelería, desarrollo turístico. Que seamos una
ciudad europea en África sigue siendo atractivo. Queremos que vengan aquí a
hacer negocios. Y todo el desarrollo que consiga Marruecos nos viene bien. No
podemos vivir separados ni un minuto más”.
Melilla nunca fue una
ciudad. Al menos no una ciudad convencional. Durante cuatro siglos fue un
presidio. Un trozo de España situado estratégicamente en África. Rodeado de
fosos y almenas. Sitiado por los piratas. Y receloso de esos vecinos moros que
vivían fuera de las murallas. En su imaginario, infieles, inferiores y
traicioneros. Durante siglos no se les permitió acceder a Melilla. El primer
marroquí empadronado data de 1887. Nadie recuerda su nombre. Melilla viviría su particular belle époque, su paso de
fortaleza a burgo, en el primer tercio del siglo XX, entre bellos edificios
modernistas proyectados por discípulos de Gaudí, parques con palmeras y
millones de pesetas procedentes de las cercanas minas del Rif. El colonialismo
había convertido de un plumazo a Melilla en una capital minera. La fiebre del
oro fue aquí la quimera del hierro hasta que se agotó. Los hebreos crearon un
floreciente comercio. Se iniciaron obras públicas. Se atrajo a braceros, funcionarios
y aventureros. Muchos andaluces. Que prestarían a Melilla su acento y el gusto
por las tapas. Algunos se quedaron. Fueron el germen de los actuales
melillenses cristianos. En 1908 había censadas 16.751 personas. Más de 9.000
eran de origen hispano (a los que había que añadir cerca de 5.000 soldados),
2.000 eran hebreos y solo 238 rifeños. Eran los olvidados. Nadie contaba con
ellos. Aunque supusieran una mano de obra dócil y barata. Desde criadas hasta
jardineros y limpiabotas. “Era la vieja idea del colonizador que quiere que el
colonizado esté dentro pero fuera pero dentro; que no le quiere ver pero
depende de él”, explica Jesús Morata, catedrático de Historia y ex delegado de
Cultura.
En la imagen, una familia musulmana; tienen una media de hijos superior a la de los cristianos. - ALFREDO CÁLIZ |
Melilla nació militar.
Su industria eran los cuarteles. Los civiles nunca pintaron nada. Era
territorio estratégico. Cuestión de Estado. Lo siguió siendo en los primeros
años de la democracia. Cuando ya estaba sancionada la Constitución, Melilla
seguía rodeada y trufada de acuartelamientos. Los militares controlaban la
mitad del territorio. Para comprarse un piso, el expediente tenía que aprobarse
en Madrid en Consejo de Ministros. Para un musulmán era imposible conseguirlo.
Hasta 1983, el comandante general de Melilla tenía poder absoluto sobre la
plaza; mandaba las tropas y la administración civil; un general de división a
cargo de la sanidad, la educación, las obras públicas, la política migratoria y
el orden público. Al caer la tarde se re
unía con sus coroneles en el Casino Militar, el epicentro del ocio castrense,
para hablar de la defensa de Melilla con un escocés
en la mano. La mitología melillense les apodaba los siete magníficos. A los militares les costó entregar el control de
Melilla. Hubo que arrebatárselo. Para lograrlo, el Gobierno de UCD nombró en 1982
a un subdelegado del Gobierno civil y, al mismo tiempo, no le dio al siguiente
comandante general las atribuciones de delegado del Gobierno. “Había ruido de
sables y se quería quitar el poder a los militares sin hacer ruido”, recuerda
el comisario Céspedes, que ocuparía el puesto de delegado del Gobierno entre
1986 y 1996. “Hoy Melilla se puede entender sin el poder militar; ya no tienen
el mismo estatus. Tienen que ver con una tradición histórica, pero no pintan
nada en política”. En 1980 había 12.000 soldados en Melilla. 8.000 en 1985. Y
algo más de 4.000 en estos momentos, aunque sea tropa profesional, con otra
preparación que aquellos reclutas de reemplazo que hasta 1997 inundaban la ciudad
comprando hachís, bebiendo calimocho y adquiriendo recuerdos rifeños.
La entrada del Casino Militar, el viejo epicentro del ocio castrense. - ALFREDO CÁLIZ |
Todavía en 1985, diez años después de la muerte de Franco,
los musulmanes nacidos en Melilla, un tercio de su población, carecían de
derechos. En torno a 20.000 personas de sangre rifeña, apellido marroquí y religión
musulmana, que habitaban la ciudad desde hacía generaciones pero no tenían papeles.
Eran los más pobres, analfabetos y ausentes de los puestos de decisión de la ciudad. Practicaban un
islam rural, tradicional y aceptado por el poder. Solo unos pocos, un millar,
dedicados al comercio, habían conseguido la nacionalidad española. “Aquí todo
el mundo asumía esa situación; no extrañaba a nadie; no se ponía en cuestión;
cada uno asumía su rol”, explica el abogado Mohamed Busian, de 42 años, que fue
muy activo en el movimiento pro derechos civiles que se inició en Melilla
en 1985. “El papel de los moros era ser humildes, y el de los cristianos,
mandar. No había un apartheid formal,
pero la mitad de la población estaba apartada de la vida social, económica y política. El moro era un buen salvaje. Un mal necesario. No quedaba más remedio que
tenerlo dentro. Pero no se le daban derechos. Gracias a su talante pacífico no
llegó la sangre al río”.
No era un apartheid regulado al estilo surafricano. O las leyes de Jim
Crow, que dictaban la estricta segregación racial en los territorios sureños de
Estados Unidos. En Melilla simplemente había un vacío legal. Y en torno a él se
habían ido construyendo dos Melillas. Cada uno sabía cuál era su sitio. Y no
cruzaba esas líneas rojas. El selecto Real Club Marítimo de Melilla era solo
para cristianos (nunca en sus 65 años de historia ha tenido un presidente
rifeño), lo mismo que el Casino Militar, y la playa de la Hípica, y los mejores
colegios, restaurantes y barrios. Manuel Céspedes no cree que fuera una
discriminación racial: “Sino de estatus económico, y coincidía que el más pobre
era el musulmán y se quedaba fuera”. No coincide en ese juicio el ex
eurodiputado de Izquierda Unida Abdelkader Mohamed Alí, que opina que “esa
discriminación se ha basado en el miedo hacia nuestra religión. Es pura
islamofobia, y subsiste”.
A comienzos de los
cuarenta, tras la Guerra Civil, muchos soldados rifeños que habían luchado del
lado de Franco se afincaron en la ciudad. Malvivían en chabolas de barro y paja
en la Cañada de la Muerte. Un barrio colgado sobre la ciudad, sin calles, luz,
agua corriente ni equipamiento sanitario. Cerca, pero lejos. Como las favelas.
Uno de sus primeros habitantes fue Mustafá Ahmed Aarrass, el sepulturero del
cementerio musulmán, que tiene 76 años y 11 hijos. Mustafá recuerda su infancia
en aquel gueto: “Cada uno hacía su casa como quería, era terreno de nadie. No
teníamos derecho a nada, solo al hambre y la miseria. No teníamos ni
cementerio, ni un sitio para caernos muertos; nos llevaban a enterrar a
Marruecos. Conocíamos a los cristianos, pero no había confianza con ellos;
estuve siete años de soldado en Regulares 7; mi padre, que era sargento, me
alistó con 19 años. Pero ni siquiera así te podías registrar como español. Para
los cristianos eras un pobre moro, y para los marroquíes, un traidor, porque no
reivindicabas este territorio para Marruecos. Si te metías en algún lío, los
grises te pegaban una paliza y te expulsaban de Melilla. Y ya no podías
volver”.
El paso fronterizo de Beni Enzar, donde en verano hubo disturbios con la policía.- ALFREDO CÁLIZ |
En 1956, con la
independencia de Marruecos, el final del Protectorado y el establecimiento de
una frontera real, un nuevo contingente de musulmanes se afincaría en la
ciudad. Donde se irían alzando nuevos poblados de aluvión. Siete mil de ellos
obtendrían la tarjeta estadística, una inútil documentación a la que los
musulmanes comenzaron a definir en 1985 como la “chapa del perro”, que tenía la
única función de controlarlos administrativamente. “Como libros en una
biblioteca”. No les daba ningún derecho. Para otros 10.000 musulmanes indocumentados
aún era peor. No tenían acceso a la sanidad más allá de la beneficencia ni al
empleo público, las viviendas de protección oficial o a votar en las
elecciones. Tampoco se les permitía viajar a la Península a no ser que
consiguieran un salvoconducto. Francisco Narváez, de 52 años, abogado, ex
concejal socialista y nacido en Ataque Seco, un barrio mixto, recuerda: “No es
que hubiera maltrato, había marginación. No podían comprar una vivienda,
acceder a las becas, salir de aquí. De adolescente tenía amigos moros que no
podían ir a Málaga a jugar con nuestro equipo de fútbol o de viaje de fin de
curso. A nadie le sorprendía. Empezando por los partidos políticos. Algunos
musulmanes se registraban en Marruecos siendo melillenses para estudiar fuera.
La relación de los cristianos con los musulmanes de Melilla era amistosa, pero
se basaba en una discriminación jurídica. Había empresarios que se aprovechaban.
Al rifeño se le despreciaba. Ibas a la feria de aquí y te soltaba un cristiano:
‘Esto es asqueroso, está lleno de moros’. Y a mí me sorprendía, porque no me
había dado cuenta; solo me había fijado en las chicas y no había mirado de qué religión
eran. Para la mayoría eran dos mundos distintos. Así estaban
las cosas aún en la transición. La situación era insostenible”.
Y se iba a poner peor.
En 1985, tras la promulgación en España de la Ley de Extranjería, el delegado
del Gobierno determinó en relación con los musulmanes: “Tendrán que regularizar
inexcusablemente su situación salvo que quieran verse abocados a la expulsión
del territorio nacional”. Era la gota que colmaba el vaso. Ya no solo eran
inferiores, sino también extranjeros. “Y saltamos”, explica Abdelkader Mohamed
Alí, uno de los muñidores de aquel movimiento pro derechos civiles. “Nos negamos
a ser extranjeros en nuestra tierra. Y nos organizamos. Logramos vertebrar a la
comunidad musulmana. Fue un trabajo de concienciación. Se crearon comités de
barrio. El delegado del Gobierno nos decía que aceptáramos la ley; que con la
tarjeta de extranjería podríamos vivir legalmente en Melilla. Pero esta era
nuestra tierra. Éramos españoles. No éramos extranjeros. Queríamos derechos. Y
eso se traducía en conseguir la nacionalidad. El 23 de noviembre de 1985 nos
echamos 6.000 musulmanes a la calle al grito de ‘Por los derechos humanos, no a
la Ley de Extranjería’. Era la primera vez que nos manifestábamos. Fue una conmoción”.
Dos semanas más tarde, los cristianos elegían el Día de la Constitución para
convocar una contramanifestación bajo el eslogan ‘Por los derechos humanos, sí
a la Ley de Extranjería’. Melilla estaba al borde del precipicio.
Un grupo de estudiantes de la Escuela de Enfermería. El Gobierno está intentando atraer estudios universitarios a Melilla para combatir el éxodo juvenil y apostar por el futuro.- ALFREDO CÁLIZ |
El desencadenante del
movimiento musulmán había sido un artículo publicado en EL PAÍS el 11 de mayo
de 1985 bajo el título Legalizar Melilla firmado por un economista de 35 años
llamado Aomar Mohamedi Dudú. El único musulmán melillense que tenía estudios
universitarios. Un tipo listo, carismático, valiente y vanidoso. Educado con
los hermanos de La Salle. Y que estudió la carrera en Málaga con una beca del
Gobierno marroquí. Ese texto suponía un yo acuso de la comunidad musulmana
contra la discriminación del Estado con ellos. Exigía papeles para todos. Y
dignidad. El texto concluía: “Sería beneficioso para Melilla y para España que
se abriera un debate
nacional sobre el
presente y el futuro de nuestra ciudad; sin pudor y sin condenas. Es la única
forma de que en Melilla empiece a configurarse una estructura social,
económica, jurídica, política y urbana propia de una ciudad española normal,
con los problemas de una ciudad normal, regida por
las leyes que se aplican
en el resto de España”. Hoy se podría asumir letra por letra.
Los soldados Yamila Embarek y Julio Fernández, del Regimiento de Regulares.- ALFREDO CÁLIZ |
Dudú tenía los días
contados en Melilla. En la madrugada del 18 de junio de 1986, después de que
España marcara cinco goles a Dinamarca en el Mundial de fútbol, varios
cristianos incontrolados intentaron asaltar su casa. Un grupo de jóvenes
musulmanes avanzó en su defensa con palos y navajas desde la Cañada de la
Muerte. Melilla no ardió de milagro. Triunfó el sentido común. El esfuerzo de
Dudú y de toda su comunidad se saldaría con éxito. El 5 de septiembre desembarcaba
en Melilla el comisario Céspedes con plenos poderes. Veinte mil musulmanes se
convertirían en ciudadanos españoles de pleno derecho. Aomar Mohamedi Dudú, el líder
de la revuelta que reinventó esta ciudad, sería encarcelado, perseguido y
elevado a los altares del Ministerio del Interior español como flamante asesor
para temas musulmanes antes de exiliarse en Marruecos de forma rocambolesca,
donde ha ocupado durante dos décadas altos cargos en su Administración tras
jurar fidelidad a su rey. Nunca volvió a Melilla. Miles de rifeños-españoles no
le olvidarán jamás. Les devolvió la dignidad. Justo hace 25 años.
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